La Emoción

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Todos los  días el anciano se sentaba en un banco del parque y se quedaba allí contemplando, fumando su pipa, saludando a los transeúntes con una sonrisa o una inclinación de cabeza, pero sin establecer nunca una  conversación. Llegaba siempre a eso de las 3 de la tarde y, tras consultar su reloj de bolsillo, se marchaba rápidamente a las 4. Varios meses después de intercambiar saludos, picado por la curiosidad, me  atreví  a  preguntarle el por qué de aquel  ritual cotidiano.



"Joven", sonrió, "después de cincuenta y dos años, seis  meses, tres semanas y cuatro días de matrimonio, uno tiene derecho a gozar, al menos de una hora de soledad al día". Luego miró su reloj, me saludó con la cabeza y se marcho.

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